Pasa gente y más gente bajo mi ventana.
Estamos en fiestas. Siempre me han dado miedo las aglomeraciones, sin embargo en mi balcón estoy a salvo. Grupos de jóvenes alborotados me hacen añorar un pasado que tal vez viví. Recuerdo el miedo de la adolescencia a desentonar, y el ir y venir donde te llevase la riada. La alegría acababa por contagiarse.
Algunas chicas llevan un cachirulo a modo de diadema o alrededor de un moño alto que las estiliza y todas se ven muy guapas. Una señora mayor con unas gafas de sol tipo Sophia Loren se toma un Bitter Kas mientras escucha la conversación entre su marido y su sobrino, el cual ha venido a Zaragoza de visita. Ya solo toman Bitter Kas ese tipo de señoras elegantes, conformes después de todo con la peripecia vital que les tocó en suerte.
Pasa una banda de música. Tocan bien. La tuba sobresale como la trompa de un elefante olisqueando el aroma festivo. Me encantan las bandas de música, la Banda del Canal más que ninguna con sus integrantes al completo y un repertorio ‘dixie’ que me hace pensar en las películas de Woody Allen.
Luego escucho el discurso de Antón Castro al ser nombrado hijo adoptivo de la ciudad. No se puede hacer un discurso tan bello y emotivo si no tienes el talento, la bonhomía y el saber estar de nuestro más querido gallego aragonés. Y me pregunto: una vez adquirido el título de hijo adoptivo, ¿no podría aspirar a hijo predilecto?
Por la noche oigo los fuegos y veo su resplandor por el patio de manzana. Sé que no tardaré en salir de la caverna platónica para unirme al río de la vida.
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